¿Qué es exactamente la conversión?

¿Qué es exactamente la conversión a Cristo? ¿Por qué es necesaria? ¿Qué es lo que realmente ocurre si una persona es convertida?

          La respuesta perfecta a estas preguntas se encuentra en una de las parábolas más famosas de la Biblia, la parábola del hijo pródigo. Sin embargo, miles de personas que pueden recordar un resumen de esta parábola nunca han entendido realmente lo que significa.

          Seguro que recuerda como comienza. Jesucristo establece la escena hablando de un hombre rico que tiene dos hijos, y el menor exige su parte de la herencia incluso antes de que su padre muera. Generalmente las personas no se dan cuenta de que aquí se nos dice exactamente cómo la raza humana aparece ante los ojos de Dios.

          Es un comienzo muy franco, porque Cristo, de hecho, está diciendo: “¿Qué pienso de la raza humana? Es como un hijo arrogante, completamente malcriado, codicioso y totalmente indiferente a todos menos él mismo. El día llega cuando habla con desprecio a su padre: ‘¡Ojalá estuvieras muerto! ¡No puedo soportar verte! ¡Te detesto a ti y a tus valores, y no quiero escucharte ni tener nada que ver contigo! ¡Solo quiero todo lo que sería mío si estuvieras muerto!’”.

          Así es como Dios nos ve. Hemos sido creados por Él y deberíamos apreciarle, pero en vez de ello no le queremos en nuestra vida.

          Es como si anduviéramos con arrogancia y orgullo por la vida como el hijo pródigo y dijéramos: “Quiero vivir como si Dios no existiera. No quiero tener nada que ver con Él. Solo quiero todo lo que Dios ha creado para mí, como si Él estuviera muerto”.

          En la parábola, el padre deja que su hijo tome la herencia y se vaya. Y el Señor hace lo mismo con nosotros. No nos castiga instantáneamente por rechazarle y despreciarle.

          Esta vida es el vestíbulo de la siguiente, y Dios nos da licencia y libertad aquí incluso para despreciarle y rechazarle. Un día tendremos que darle cuentas de nuestra conducta, pero por el momento, el Padre todopoderoso da cabida a que le demos la espalda y vayamos por nuestros propios caminos.

          Cada frase en la parábola es importante, y leemos en la Biblia que “No muchos días después, el hijo menor, juntándolo todo, partió a un país lejano” (LBLA), no solo a uno vecino. Una vez más, esto es tan similar a lo que pasa con nosotros. Tan pronto como empezamos a pensar por nosotros mismos corremos lejos de Dios, yéndonos tan lejos como podemos. ¿Por qué tan gran distancia? Porque, al igual que el hijo pródigo, no queremos ni oír a nuestro Padre todopoderoso ni tener noticias de Él.

          Cada uno de nosotros hemos tomado nuestra vida y aliento y nos la hemos apoderado para nosotros mismos. Nos hemos apoderado de nuestra juventud y años de vida, de nuestras habilidades y capacidades, cualesquiera que sean, y hemos vivido como si fueran completamente nuestras, y como si no debiéramos nada a Dios.

          Algunas personas tienen buena memoria y son buenas para estudiar; algunas tienen capacidades físicas y atléticas; otras tienen gran habilidad para los negocios, o dones creativos, pero nos hemos apoderado para nosotros mismos todo lo que Dios nos ha dado.        

          La parábola del Salvador acerca del hijo pródigo nos da una advertencia solemne, pues se nos dice que este hijo “desperdició sus bienes viviendo perdidamente”.

          Conforme pasó el tiempo, sus recursos se fueron agotando gradualmente. Y lo mismo ocurre con nosotros. Muy a menudo nuestros mejores años pasan y todavía estamos lejos de Dios. El proceso de envejecimiento comienza a tener sus efectos. Un día, todas estas habilidades y capacidades de las que nos hemos apoderado nos defraudarán. Como juguetes de cuerda nos quedaremos sin cuerda, y todas las cosas por las que hemos vivido y trabajado ya no nos darán satisfacción ni placer.

          Una nueva generación nos reemplazará, y aun así vivimos como si tuviéramos un contrato de arrendamiento con Dios de juventud y vida eterna en este mundo.

          De repente esta extraordinaria parábola comienza a describir lo que le ocurre a una persona cuando es convertida a Dios. Las riquezas del hijo pródigo finalmente se colapsan, “y cuando todo lo hubo malgastado,  vino una gran hambre en aquella provincia,  y comenzó a faltarle”. El hijo pródigo se quedó sin nada, y para empeorarlo todo, hubo una gran hambruna, y se encontró sumido en completa desesperación. La parábola dice, de hecho, que cuando alguna persona está a punto de ser convertida, una gran hambre viene a esa vida. No un hambre de comida, sino un hambre de sentido y realidad. La vida parece no tener sentido sin Dios, y la conciencia comienza a doler. Y esto es porque Dios está tocando el alma, y esto lleva a la persona a preguntarse: “¿Por qué soy tan egoísta y estoy tan llena de pecado?”.

          Nos sentimos completamente consumidos; sentimos que hemos llegado a nuestra capacidad. Se nos agota toda autoconfianza y egoísmo y, de repente, la vida parece vacía y sin sentido. Nos damos cuenta de que ya no podemos erradicar estos sentimientos mediante el entretenimiento o el placer.

          Esto no significa necesariamente que de forma inmediata nos volvamos a Dios y le busquemos, porque los seres humanos son muy orgullosos y obstinados. El hijo pródigo no regresó a casa cuando comenzaron las dificultades, sino que intentó solucionar el problema él mismo, y encontró un trabajo alimentando cerdos. A menudo reaccionamos de la misma manera. Cuando nuestra alma comienza a doler intentamos todo tipo de medidas en vez de buscar al Señor.

          En el caso del hijo pródigo, leemos que al final volvió en sí. ¡Recobró el conocimiento! ¡Despertó a la realidad con una gran sacudida y el trance o coma del engaño se  hizo pedazos!

          Vaya descripción de nosotros mismos mientras estamos lejos de Dios. Somos como sonámbulos. Somos soñadores ignorando la realidad. Vivimos lejos de Dios, sumamente inconscientes de las trampas espirituales de la vida, del paso de los años y del río de la muerte que está por venir.

          A medida que sucede la conversión, despertamos a la realidad espiritual y comenzamos a entender nuestra enajenación o separación de Dios, y nuestro estado de condenación ante Él.

          El hijo pródigo dijo: “Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra ti”. Ahora estaba a punto de hacer la única cosa que podía hacer, regresar y arrepentirse, y esto es el elemento más esencial de la conversión.

          No podemos producir vida espiritual en nosotros mismos, o expiar nuestros pecados pasados. No podemos pagar la terrible deuda de culpabilidad y pecado que nos mantiene lejos de Dios, ni podemos cambiar nuestros caminos para ganar o merecer la bendición de Dios. En su misericordia, Dios tiene que hacer todas estas cosas por nosotros; lo único que podemos hacer es volver a Él y arrepentirnos. Como el hijo pródigo, debo arrepentirme de mi vida pasada y de todo mi pecado, tal como la parábola deja tan claro. A menos que me arrepienta y me vuelva, Dios no me puede ayudar y no lo hará.

          Y ahora el último punto de la parábola, y esta es la clave para entenderla, y la mejor parte también. La parábola nos dice: “Y levantándose [el hijo pródigo],  vino a su padre.  Y cuando aún estaba lejos,  lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió” a él.

          Este enunciado es realmente crucial porque nos dice lo más importante de todo acerca de la conversión. Es obvio que el hijo pródigo jamás habría conseguido llegar a casa sin ayuda. Estaba muriendo de hambre en un país muy lejano, era indigente y estaba desesperado, y había permanecido en ese estado durante algún tiempo. Estaba en un estado tan desesperado que anhelaba poder comer las algarrobas que comían los cerdos.

          Habría estado demasiado mal nutrido y débil para cualquier viaje. Quizás estaba cubierto de llagas y forúnculos y vestido de harapos. Sería imposible exagerar su estado.

          Entre el hijo pródigo y el padre existía un abismo aparentemente insalvable. Cómo podría realizar el viaje a casa, cruzando montañas y desiertos, ríos y puestos fronterizos, ya que estaba indefenso ante los animales y sin dinero para comida ni cobijo. Pero en la parábola, el padre de alguna forma lo supo y vio la situación en la que se encontraba, y salió a buscarle.

          El único modo en el que podemos interpretar realmente esta parábola es comprender que realmente el hijo pródigo apenas comenzó su viaje, y que el padre salió a buscarle “cuando aún estaba lejos”.

          Permítame aplicar esto a nuestra situación. Como el hijo pródigo, si dependiera de nosotros, jamás podríamos volvernos a Dios para ganar o merecer su favor; el abismo entre nosotros es demasiado grande. La montaña de nuestro pecado, que nos impide el paso, no la podemos cruzar. No podemos ganar nuestro pasaje al Cielo, pues somos moralmente débiles  y estamos en ruina espiritual.

          Si hemos de ser convertidos y conocer al Señor, si hemos de ser cambiados en carácter, entonces el Padre debe venir a nosotros. Dios debe tener misericordia de nosotros. Y esto es lo que Dios ha hecho. Dios es uno, pero dentro de la Deidad hay tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Hijo —Jesucristo— ha hecho el largo viaje a este mundo para terminar con abismo entre nosotros. Él ha expiado nuestro pecado tomando el terrible castigo que nosotros merecíamos cuando murió en la cruz del Calvario. Él ha sufrido lo que nosotros deberíamos haber sufrido en el infierno eternamente.

          Él ha llevado ese castigo, angustia y dolor que debería haber caído en nosotros, como individuos, de forma que Él pudiera perdonar y convertir a todos aquellos que se arrepientan de su pecado y se vuelvan a Él.

          Si Dios está tocando su alma y le lleva al final de su egoísmo y rebeldía, si Dios pone hambre de significado y propósito en su vida de forma que despierta a la realidad espiritual, entonces aprenda de esta famosa parábola: debe volverse a Dios y arrepentirse. Debe hacerlo de forma ferviente y sincera.

          Su alma está muerta a menos que Cristo le de vida. Su vida está perdida a menos que Cristo le haga su hijo. Arrepiéntase y entregue toda su vida al Señor Jesucristo. Dígale que ha sido necio, rebelde, egoísta un fracaso pecaminoso.

          No se aferre a ninguna pizca de bondad imaginaria, sino entréguese a Él. Entonces Cristo vendrá a usted y hará lo que usted no puede hacer. Le perdonará, le transformará, pondrá vida espiritual en usted, y hará posible que camine con Él. Y entonces, debido al asombroso amor de Dios y a su bondad, otro hijo prodigo habrá sido encontrado. La parábola termina con el padre diciendo de su hijo pródigo: “Este mi hijo muerto era, y ha revivido;  se había perdido, y es hallado”. ¡Esto es la conversión!