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Al morir, el alma del creyente entra en su hogar celestial, y tiene capacidad de alabanza, compañerismo, amor y aprendizaje, y solo espera el cuerpo de resurrección. Aquí tenemos el más grande incentivo imaginable que hay para la santidad y el servicio, y se nos ayuda a ver cómo eso siempre debemos tenerlo presente en nuestras mentes.